El negro espejo de la quieta superficie del agua fue roto
por el impacto de una piedra, que tras dar varios saltos rebotando sobre las
tensas aguas acabó sumergiéndose en la oscuridad. Las ondas provocadas por los
sucesivos golpes poco a poco se difuminaban regresando la quietud a las mansas
aguas de aquella laguna. Era una tarde fría de primavera, los témpanos de hielo
que colgaban de los tejados de las casas apenas habían empezado a derretirse. Las
nieves acumuladas en las cimas de las sierras mantenían el crudo invierno aun
presente.
El niño
que jugaba a la orilla de aquella laguna, a la sombra de unos álamos que lo
protegían de los tibios rayos del Sol, había dejado de lanzar piedras contra el
agua y ahora jugaba buscando bajo las rocas algo que le sirviera de cebo. Con
una rama, hilo de coser y una aguja que había cogido del costurero de su madre
había fabricado una caña de pescar. Hincó una lombriz a la aguja doblada que
hacía las veces de anzuelo y la lanzó al agua. Sin demasiada paciencia esperó
agazapado que algún ser de las pantanosas aguas picara. En otras ocasiones
había visto como chicos mayores iban a aquel lugar y pescaban tritones, cogían
tortugas y ranas e incluso alguna vez los vio llevarse una culebra en una
botella de plástico para enseñársela a las niñas, y asustarlas. Él quería
imitarlos, pero sólo para ver con sus propias manos aquellos extraños seres que
habitaban la charca.
Pasaba
el tiempo, sin resultado. El Sol penetraba entre las copas de los árboles
iluminando el agua de forma mágica. El silencio en que se había sumido empezó a
mimetizarlo con el entorno y fue entonces cuando descubrió la melodía de la
naturaleza. El murmullo de la suave brisa meciendo las hojas fue acompañado de
repente por el croar de alguna rana escondida que pronto fue replicada desde
diversos puntos. En el centro de la laguna fue tomando forma un oscuro punto
que salió a la superficie. La tortuga asomó la cabeza, estirando su largo
cuello, el tiempo justo para tomar aire y volver de nuevo al interior de las opacas
aguas. Rápida como una centella pasó una culebrilla que saliendo de entre los
árboles empezó a deslizarse sobre el agua generando diminutas ondas a su paso
hasta que por fin desapareció entre unas zarzas que protegían la orilla
opuesta. Libélulas y caballitos empezaron a revolotear cerca de donde se
encontraba y algún tímido pájaro, venciendo sus miedos, se acercó a las aguas a
refrescarse.
El tiempo
se había parado para él. Y, de repente, una perturbación en el agua lo despertó
de su sueño, sin darle apenas tregua para reaccionar. Cuánto llevaría allí
quieto, esperando. Tirando lentamente del hilo fue arrastrando hacia sí lo que
había venido a buscar. Lo cogió con cuidado y le sacó el anzuelo de la boca. El
animal boqueaba, dolorido. Su piel brillante y resbaladiza comenzó a tornarse
puntiaguda y áspera conforme se secaba. Con su larga cola intentó zafarse de su
captor a la par que se defendía con las afiladas púas que protegían sus patas.
El niño observó los ojos saltones del tritón y, tras pasarlo de una mano a
otra, ante la insistencia del animal por escapar, sintió lástima y dejándolo
con mucho cuidado sobre el agua, lo soltó. Una vez sintió el agua, el tritón
cabeceó rápidamente hacia el interior de la laguna, sumergiéndose y perdiéndose
en las profundidades propulsado por su potente cola.
El niño
se quedó mirando la escena, hipnotizado. El tiempo parecía haberse detenido en
aquel momento, en aquel lugar, creando un recuerdo inolvidable para él.
-
¡Abuelo! Las aguas calmas comenzaron a agitarse. Abuelo, nos vamos ya.
El niño
giró lentamente la cabeza hacia el origen de aquella voz, que parecía hablarle
a él.
Su
nieto asió los mangos de la silla de ruedas y empezó a empujarlo alejándolo de
la laguna donde jugaba.
- Mamá
siempre cuenta que aquí venías de pequeño a jugar, ¿te acuerdas de eso, abuelo?
El niño
no sabía qué responder, estaba confuso. Su mundo se estaba desvaneciendo a un
ritmo que no alcanzaba a comprender. Su cabeza giraba una y otra vez hacia
donde estaba la laguna. Pero su recuerdo, poco a poco, se empezaba a diluir
como las ondas de las piedras que lanzaba a la charca.
- Qué
lástima que se secara. Yo nunca supe que aquí había una laguna hasta que nos
contó eso mamá. Seguro que habría muchos animalillos en ella.
El niño
asintió esbozando una sonrisa, mientras luchaba por despertar de aquel sueño y
volver donde estaba al principio.
-
¿Dónde…? Balbuceó con gran esfuerzo. Apenas era dueño de su cuerpo. Era como un
mal sueño de esos en los que, sabiéndote en él, no te puedes mover, ni hablar,
ni despertar.
-
¿Dónde vamos preguntas, abuelo? La voz le hablaba con cariño y tristeza. Ya
hemos terminado de preparar la mudanza. Nos vamos del pueblo, aquí ya no se
puede sembrar nada. ¿No lo recuerdas?
-No…
- Cada
vez se hizo más difícil sacar adelante las cosechas, el agua escaseaba cada año
más. Aunque cuando caía, lo hacía con fuerza, malo también. Yo no estaba nacido
cuando la charca finalmente, dejó de tener agua, se fue secando poco a poco. Te
he traído aquí para que te despidieras de ella. Nos vamos a la ciudad, aunque
papá y mamá no están muy seguros de encontrar allí trabajo, todo el mundo se
está marchando de aquí…
Pero el
niño ya no escuchaba. Había vuelto a la realidad. Y mientras veía perderse al
tritón en las profundidades de la charca, escuchó la brisa del viento
susurrando en las hojas de los álamos. Los tibios rayos del Sol primaveral
calentándole el cuello. Las gotas que caían de los peligrosos témpanos de hielo
colgados de los tejados de las casas. La orquesta sinfónica que la naturaleza
le brindaba aquella hermosa tarde junto a su querida charca.
Maravilloso!!! Como siempre consigues que la lectura sea amena y lo que cuentas nos llegue al alma.
ResponderEliminarGracias!!
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